viernes, 3 de mayo de 2013

Mi fuego




Había una vez una mujer que era como el fuego, yo la llevaba de un sitio a otro con cuidado para que no se apagara, cuando llegaba a un lugar seguro la avivaba, me calentaba, tostaba mi piel y al final me quedaba dormido a su lado.
Por la mañana me despertaba de un salto, con miedo a encontrarme con tan solo unas cuantas brasas débiles, pero siempre estaba ahí, bailando entre las cenizas, mirándome. Con el tiempo me fui enamorando de esa mujer, no era un fuego muy común, era fuerte y débil a la vez, era un fuego frío, y yo sabía que sin ese fuego acabaría por congelarme, o devorado por los lobos y enterrado bajo la nieve.

Un día me habló, con la voz que tienen los fuegos, me contó las cosas que había quemado, las historias que había oído a su alrededor, me habló de gente que había acudido a ella para calentarse,  o que había intentado apagarla… Yo le hablé de la lluvia, que era lo único que la asustaba, le hablé del mar, de mi torpeza, da las cosas que me importaban. De vez en cuando se reía y empezaba a brillar más y más, con tanta fuerza que conseguía  hacerme lagrimear.

Cada vez tardaba más tiempo en despertarme, hasta que un día la encontré muy débil, sin apenas brillo. Me enseñó su herida y era horrible, intenté avivarla como hacía siempre pero no podía, no era un fuego corriente. Me dijo que era una herida profunda, y que solo los huesos viejos la calmaban, así que metí mi mano entre las llamas. Empezó a lamerla con suavidad, mientras yo notaba cómo menguaban  mis dedos para pasar a formar parte de ella. Comprendí entonces que dolía más la normalidad de cada día, que aquel instante en el que me quemaba vivo.

Desde entonces duermo cada noche muy cerca de ella, para que nunca más se debilite, para por si necesita mis huesos viejos, yo al bucle de su olvido, ella al redil de mis instintos.